sábado, 6 de septiembre de 2008

madrid, siglo xvi, botella, rojo

Cierra los ojos y tapona con estopa sus oídos. Nada sirve. Trepa hacia el ventanuco a ras de calle, el ruido de los carros le ensordece. Nada sirve. Duerma o viva, el crujir de las cuadernas le atormenta, y el color indescriptible de aquel cielo estremece sus sentidos y cercena su hombría.

Ha visto morir dos reyes y algunas mulas. Ha visto en los charcos un rostro cambiante, cada vez más ajado, cada vez más parecido a aquel color.

Huyó del mar cuanto pudo, pero el vaivén sobre el empedrado le recuerda de donde viene. No puede olvidar.

Lleva tanto tiempo recluído en el sótano que apenas las putas se acuerdan de él. Soterrado en vida, lame los líquenes de piel y paredes y con Cuidado cultiva el desdén a olores.

Pronto vendrán por una nueva remesa. Le pagarán como siempre, cuatro reales en comida, tres botellas de vino, dos barriles de agua, otro saco de cal.
Empolvará al nuevo mientras empieza a pudrirse, y derribará un barril sobre él. Mientras los vapores de la cal viva le abrasen los ojos renqueará hacia un rincón, regará su garganta, mirará al ventanuco botella al través. La luz mortecina que atraviese el camino reconstruirá intacto aquel cielo estival.

El gris indescriptible de la tormenta, el rojo del cielo que se abre, las llamas del infierno no temido, el gris del agua más allá de la noche, el rojo del pavor en aquellos ojos. Verla alejarse entre alaridos en el monstruo en que se ha convertido el agua. Sobrevivir al infierno, y que éste te salude desde el revés de tu mirada.

Lo recuerda a cada noche, a cada instante. Pero sigue mirándola a ella en ese rojo, y nunca se atreve a lanzarse a la cal.


para Capitán Destructo

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