jueves, 8 de junio de 2017

Severo boreal

Un leve cambio y ¡zas! la última luz del oeste golpeará el hospital, atravesándolo sin que os deis cuenta. El pigmento, primero el rojo ladrillo, después el verde y así hasta el negro, se arrastrará en la corriente de luz abandonando poco a poco todo lo sólido. Para las 22:00 las paredes de todo el centro serán transparentes, como de cristal. Los pacientes verán a los ingresados en las habitaciones vecinas y a los familiares de la habitación de abajo que les señalan; la enfermería oteará para buscar a lo lejos a sus compañeros de antes de los traslados; mantenimiento irá de un lado a otro debatiendo si la pérdida de pigmento cuenta como avería o no. Todos palparán con las manos este nuevo material que no se mancha, no deja la marca de la palma, hasta repele el contenido de esa cuña arrojada con rabia. Tras las paredes vendrán los objetos. Los colores desparecerán de las camas, de las vías; los quirófanos dejarán de ser madrigueras verdes para convertirse en linternas que ciegan si las miras. Hacia las 04:00 todo será transparente salvo los fluorescentes y la carne de ingresados, acompañantes y trabajadores; indistinguibles entre sí salvo muy de cerca, cuando la ropa se pueda identificar al tacto. Las cicatrices sólo aportarán información si son muy recientes. A las 07:00 la luz del este irisará las paredes, pero del agotamiento nadie le pondrá mucho interés. Los tabiques estarán algo abombados, convertidos en trabéculas finísimas que se adaptan al dedo que las toca, como las pompas de jabón. Y en efecto antes del cambio de turno estallarán en cadena, dejándonos a todos suspendidos un instante en el aire para después caer, formando una montaña informe de cosas y humanos, sillones y enfermos, instrumental y acompañantes, sanitarios-trabajador y sanitarios-retrete, todos apilados sin que se distinga carne de tela o piel de plástico, arriba de abajo, sano de enfermo,
futuro de pasado.

martes, 21 de marzo de 2017

Alta voluntaria

Donde una puerta se cierra otra se abre. Estas camillas lo saben bien, que les crujen las bisagras sin parar. Si uno aguza el oído puede sentirlas, allí donde parece que sólo hay colchones, pero no, que no os engañen. Se abren hacia dentro y el incauto que está tumbado rueda hacia un lugar donde nada tiene nombre y se agolpan miles de almas, pugnando por volver al mundo de los vivos. De entre el tumulto siempre sobresale uno que consigue atravesar la puerta, quedándose dentro del cuerpo del pobre que recién cae. Se retuerce para disimular un poco, carraspea, quizá pide la cuña. Está ensayando su nueva voz. El cuerpo a ocupar suele ser de alguien anciano y uno tiene que hacerse a la nueva identidad. No vaya a ser que le pillen y le manden de vuelta a ese lugar atestado, lleno de gente impaciente. A veces el alma viene de otro lugar del mundo y no entiende el idioma, o viene de hace un milenio y no entiende los objetos. En esas ocasiones dejan la mirada fija y no emiten ni un sonido, tratando de captarlo todo, mirándose las manos, retorciendo los pies, tratando de recordar qué nombre tenían en su lengua o en su tiempo. Aunque tras mil años en ese lugar donde la guadaña corta palabras y no almas poco pueden recordar. Lo que sí que saben, con terror, es que podrían 
caer otra vez. Buscan a tientas un picaporte pero saben que no hay en ninguno de los dos lados, que la puerta se abre de golpe y sin avisar cuando las luces se apagan, aprovechando el instante en que nadie está mirando. Y al verse indefensos se revuelven inquietos, piden que les levanten el cabecero, que bajo ningún concepto pongan la cama horizontal. Se sientan, con las piernas colgando, sabiendo que ese colchón es una trampa con forma de trampilla y que si va a haber tramposos, mejor que sean ellos. Y se juran cuidar ese nuevo cuerpo para no volver a enfermar, para no tener que volver nunca, a esas camas, a esas puertas, a esa carcoma.