viernes, 31 de octubre de 2008

Madrid, hoy, rojo, una enorme y moderna mesa de operaciones en un quirófano perfectamente equipado

Nunca se acuerda de que María está preciosa con el gorro y la mascarilla, siempre que pasan por el antequirófano lo piensa y sabe que lo piensa siempre pero no vuelve a ocurrírsele hasta la siguiente vez. Se ha atado mal la suya, piensa en tirarla y coger otra, pero aunque sea de papel le irrita el gasto estúpido, se la ajusta, suplica a las luces cegadoras que no la dejen lavarse justo hoy, que se le cuela la respiración bajo la barbilla. Se huele el aliento y sofoca la ráfaga de vergüenza que le cruza tras la frente. De celadora está la obesa mórbida, que además de oler mal no sabe colocar las piezas de la mesa para subir las piernas de la paciente. La paciente es extranjera, tan arrugada que parece una pasa, un enanito desnudo y raquítico, cubierto por la manta hinchable. Recapitulando, la anestesista gilipollas, el cirujano que se quiere follar a María, por lo que probablemente se lavará ella, la residente sin sangre pero simpática, la enfermera que antes era hija de puta y ahora las llama por su nombre aunque nadie se lo crea. Están durmiendo a la enanita arrugada, la zorra de la anestesista no es capaz de ser amable ni aquí, María se le acerca al oído, si nos echa otra vez hoy pagas tú el café; Marta resopla una risa sardónica bajo la mascarilla suelta y van viendo como colocan el campo sobre la paciente. La enfermera que antes era hija de puta y ahora las llama por su nombre aunque nadie se lo crea va a estar de circulante, del antequirófano sale con las manos empapadas y en altola estudiante de enfermería, despliega la gasa esteril y empieza a secarse mientras el cirujano y la residente hablan de quién se lió con quién en el congreso de Washington. María habla con la residente sosa, Marta traga saliva y observa embelesada, como si no lo hubiera visto un millar de veces, a la estudiante desplegar la bata estéril sin contaminarla, ponérsela, enfundarse ella sola los guantes, atarse la bata, pide que le ajusten la mascarilla, la enfermera que antes era hija de puta y ahora las llama por su nombre le recoloca el gorro; lo lleva desechable, no le pega, seguro que tiene alguno propio, de tela, que seguro que no es de farmacéutica. María le da un codazo a Marta que está volviendo a hablar sola y le dice que babee menos mirándola que es la típica estudiante de enfermería macarrilla, con varios piercings pero la voz de flauta como todas, que dice pis en vez de orina, y lleva un paquetito de galletas en el bolsillo del pijama. Se acercan al campo pero el cirujano las recoloca rápido en segunda línea, ya han aparecido él y la residente, les ponen las batas, les ponen los guantes, hacen muecas para recolocarse las mascarillas. La operación comienza y Marta espabila con el codo de María de nuevo, con los pitidos y la campana del monitor ha cerrado los ojos y se ha adormecido. Se concentra en la estudiante de enfermería otra vez, la enfermera que antes era hija de puta y ahora las llama por su nombre pasea por detrás y apenas la corrige, debió ser muy hija de puta con ella al principio. La estudiante de enfermería no las ha mirado en todo el tiempo que llevan allí, es como si fueran transparentes, como para la zorra de la anestesista, pero Marta observa muy fijo a la estudiante, por qué si es estudiante ni siquiera las ha visto a ellas, también estudiantes y ahí apartadas, sin siquiera lavarse, haciendo equilibrios sobre las puntas de los zuecos para ver el fondo del campo. El cirujano que se quiere follar a María despotrica con la nueva genialidad del gerente-decidido-a-acabar-con-el-hospital, cambiar los pijamas y los campos y ponerlos de color carne, que es más moderno y da mejor imagen. La residente sonríe bobalicona sin saber de qué habla y el cirujano tiene un, probablemente irrepetible, arrebato docente, se vuelve hacia María y le pregunta sabéis por qué la ropa de quirófano tiene que ser verde o azul, ¿no? María lo ha oído mil veces pero nunca se acuerda, porque María no se acuerda de ninguna de las chorradas que le cuenta Marta, y Marta piensa si tragar la saliva encallada en la garganta que le ha dejado la estudiante de enfermería metida a instrumentista, piensa en si dejar de mirar lo blanco que es su cuello y como los pómulos le asoman sobre la mascarilla, está a punto de tragar y contar otra vez que los conos de la retina se saturan y dejan de ver el rojo salvo que descansen en azul o verde, y que en una cirugía es importante poder ver siempre el más mínimo rastro de sangre, y que con pijamas, batas y campos de otros colores el ojo se cansa y deja de verlo; pero sabe que si lo dice le temblará la voz, o lo dirá muy bajo, y entonces la estudiante de enfermería metida a instrumentista le echará un vistazo y la lanzará al olvido antes de salir del quirófano. No traga saliva, la luz hiriente sigue sujetándole la frente y el cirujano idiota le cuenta a María la milonga mientras esta se hace de nuevas.
No dan las diez aún, y la están matando los riñones. Suplica a las luces cegadoras que la escoliosis de María la haga estar de acuerdo con inventarse una clase a las doce y bajar a la cafetería...



para magüu

viernes, 3 de octubre de 2008

Inciso (con(t·f)usa).

De mis dos hijas la mediana se llama Disentería, es por eso que en los pueblos la miran con terror. Su madre se llamaba Hernia, murió hacia los 9 años, aquejada de espondilitis viridificante, a puntito de hacer clack como un cristal, porque se le estaban convirtiendo las vértebras en esmeraldas. Lo cierto es que fue complejo evitar el saqueo de la tumba, de modo que acabamos trasladándola a la sala de estar, la leñera era un constante ir y venir de desenterradores aficionados.
La cuestión es que Disentería debió ser concebida por algún necrófilo que le cogió gusto a los ojos de Hernia, y es que ni en los libros más antiguos se entiende qué le hacen los jugos de embalsamar a las células, así que algo agarró ahí, donde su ojo, y empezó a crecer; los gatos no dejaban de chillar mientras se le iba resquebrajando el cráneo para dejar sitio, que yo no entiendo por qué sonó tanto tiempo, que tampoco hay tanto caráneo para hacer añicos, digo yo.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Playa de Binigaus, septiembre de 2020, verde, guitarra

Caléndula y Sálica juegan en la arena y cloquean cada vez que encuentran un bicho escurriéndoseles entre los dedos. Caléndula se yergue todo lo que puede y apoyada sólo en las rodillas se enfrenta al viento como un mascarón de proa, de espaldas al mar. Los ojos se le extravían por las matas y entre las ráfagas asoma esa expresión desquiciada que hiela a todos los que las miran. Sálica ha dejado de revolver la arena y tira de la mano de Caléndula hasta llegar a los pies de Isabel, que agarra un poco más fuerte la guitarra, y se vuelve a sentir algo de sobra, con su ropa de colores dulces, sus bocadillos en papel albal, su colorete, sus mechas; todo tan descombinado con las dos criaturas atemporales que la miran fijo.

- ¿y por qué el verde es bonito en los ojos y no en los dientes?
- ¿y por qué tú quieres verde en los ojos pero no en los dientes?

Héctor hace como que duerme, como siempre que Isabel se siente de sobra en una escena de la que no tiene el guión; hace tiempo que se le casca la sonrisa cuando trata de recibir con entusiasmo los fogonazos del bestiario imaginario de las niñas.
- Nosotras de mayores vamos a tener los dientes verdes, y la piel llena de polvo.
- Y nosotras de mayores vamos a tener el pelo enredado y con bichos y va a ser como esta playa
- Pero no va a entrar nadie en nuestro pelo que no tenga los dientes verdes y con gusanos.

Hace tiempo ya que no tiene sentido enseñarles canciones, ni recordar juegos de antes, y que es mejor no acordarse de que no era eso lo que imaginaba que sería tener a sus dos niñas. Le sostienen la mirada con ese aire desquiciado, e Isabel recorre el verde de las matas con sus ojos, en busca de un mísero rastro de entrada a ese reino que no es de este mundo.

Caléndula y Sálica vuelven a la orilla y miran en silencio al horizonte, señalando una dirección en la que Isabel no alcanza a ver nada. Héctor sin abrir los ojos masculla la letanía de siempre,
- si se hubieran llamado Gloria y Pilar, jugarían con muñecas.



para Aglae