sábado, 6 de septiembre de 2008

Frisco, 1995, gris, bicicletas.

Su vida entera es como de piedra. Si pasa a la historia será como un hueco hollado en un escalón, a fuerza de subir tanto por la escalera. Parece raro que un pie descalzo pueda marcar un escalón de piedra, pero lo hace, el profesor se lo enseñó en las diapositivas de Francia. Vlad es igual. Parece que no está, y nadie fuera del barrio le conoce, pero ha dejado arañazos en la realidad, arañazos que nadie ve pero están. Liz lo sabe, Vlad tiene algo mágico.

Vlad tiene por lo menos doce, o trece años, es difícil de decir. Y está hecho de piedras, que cambian. Sus piernas son un adoquinado cualquiera, duro, resquebrajado, por el que el agua hace surcos, pero no cala. Su cabeza está llena de grava, y al moverla hace un ruido que sólo entiende él: su pensamiento suena parecido al lecho de un río. Seguro que sí. Sus manos parecen las fauces de un león de piedra, de un león pequeño. Pretenden ser duras y lo son, pero no como él cree. Seguro que no.

Liz mira por la cristalera de la cocina. A través del cristal mugriento ve a Vlad dar vueltas a la manzana sobre el asfalto, con una bicicleta más grande que él, que chirría y parece a punto de desvencijarse, como todo Vlad. El cielo amenaza lluvia, y Liz sabe que Theresa no saldrá a saltar a la comba con ella si el cielo amenaza lluvia. Y si no sale, hoy tampoco saludará a Vlad. Y a este paso Vlad nunca va a contestarla.
El tazón de Liz no quiere acabarse, y se entretiene desmigajando los cereales mientras espera a que Vlad pase otra vez. Cuando cruza delante de su ventana Liz imagina que alarga la mano, mucho, volviéndose fina, muy fina, y agarra los radios de sus ruedas y los retuerce, mientras Vlad pedalea, flotando en el aire. Y no llueve, y no necesita que Theresa la acompañe con su maldita radio, y habla con Vlad y Vlad la mira fijamente, y no aparta la cara cuando le toca hablar.

Vlad tiene el pelo pajizo, y es tan delgado que sus brazos parecen varillas de hormigón haciéndose. Viste un chándal viejo, de sábado por la mañana, y su piel parece cubierta de una capa fina, muy fina, de polvo de cemento. Liz a veces siente que si se acercara a Vlad y respirara fuerte, Vlad se desharía en un polvo gris que le entraría por la nariz y le forraría la garganta, y podría llevar siempre a Vlad consigo. Le sentiría al respirar, y no tendría que contárselo a nadie. Ella sentiría la grava de sus pensamientos rodando y repicando dentro de sus costillas, sería como llevar dentro el mar. Quizá carraspearía alguna vez, cuando el pelo descolorido le taponara la boca, pero nadie se enteraría, y ella podría cerrar los ojos y taparse los oídos y sentirle rodando dentro.

Liz canturrea mientras lucha contra la inacabable leche, musita en voz baja sus pensamientos, mientras Theresa inunda la cocina, con su cuerpo enorme y su voz altísima, pero Liz sigue ensimismada. La cara de Vlad es tan rara como Vlad. Dicen Theresa y su madre que de pequeño era un niño guapísimo, con la mirada perdida, y la cara perfectamente simétrica. Liz ha mirado la suya mil veces en el espejo del cuarto, buscando si también es simétrica o no, pero no lo ve si no hace muecas, y no cree que su madre y Theresa hayan visto nunca a Vlad hacer muecas.

Nunca ha oído la voz de Vlad, aunque Theresa dice que una vez le oyó gritando y tenía una voz metálica, como hueca. Tiene voz de chimenea de piedra, pensó Liz, pero no se lo dijo a Theresa porque Theresa no lo entendería, Theresa piensa que Vlad es tonto porque nunca habla y nunca mira a nadie, pero la tonta es Theresa, porque no sabe que Vlad es todo piedra y polvo y adoquines, y lluvia, y mar. Vlad tiene algo mágico, y Liz lo sabe.




para JohnnyChains

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