sábado, 11 de julio de 2015

Sonata estival

Están a punto de comer, aunque no huela a comida. No han hablado en toda la mañana y probablemente sigan en silencio hasta la noche. El sol cae como un yunque sobre el pasto y el camino. Las tablas de la casa crujen, intentando hacer respirable el aire. En la cocina, la mujer mira por la ventana mientras retuerce el tirante de su vestido entre los dedos. Lo hizo ella misma, de una tela color almendra con flores moradas, diminutas. De espaldas no parece que esté embarazada, aunque quizá es porque es alta y no por el vestido. Su marido entrará en breve y comerán, el día estará partido en dos y quedará un poco menos para que acabe el verano. Su madre baja las escaleras y guarda las escobas. Sin hablar, apagan el fuego dejando el arroz y las patatas casi crudos, por no aguantar más el chisporroteo. El marido entra por la puerta y el salón se llena de polvo, aunque se ha sacudido fuera. Se sientan a comer, masticando en silencio. La madre come estirada para que el cinturón del vestido no le roce. Bajo la tela verdosa tiene unas llagas que no le enseñará al médico hasta que él no pueda sentirse mal  por no tener ninguna solución para ofrecer. Ni su hija ni el marido de su hija las han visto, pero si son como las de su hermano, tardarán aún cuatro o cinco años en vérselas; es una familia de muertes lentas. Ella se toca la tripa a tensión, parece que sorprendida por una patada, y pregunta por el gato, al que sólo ven de noche. La madre no le ha visto. El marido sí, tumbado bajo la casa, detrás de los aperos. Ella comenta que le echa de menos. Vuelven a callarse hasta que la madre guiña los ojos, mirando por la ventana. A lo lejos, la polvareda crea un túnel sobre el camino. Parece que viene alguien, a los tres se lo parece. Según se acercan lo confirman, son ellos otra vez. La madre vuelve a romper el silencio. “Hay que hacer algo. Hay que hacer algo de una vez.”. Los tres asienten.

Por el camino el pastor y sus dos ayudantes se crecen al ver cada vez más cerca la más apartada de las casas. El pastor prende su sonrisa invencible al ver al marido bajar los escalones de la entrada. Aún está lejos para verle la cara pero al menos esta vez sí les recibe. Los acompañantes también jadean triunfales. Ven a la mujer mayor quedarse en el dintel. Franquean la valla desde el camino y el pastor lanza la mano hacia el marido para estrecharla con todo el entusiasmo del que dispone. Uno de los acompañantes da un alarido. El pastor se desencaja y se queda con la mano en el aire, rígido. El otro acompañante coge una pala tirada en el suelo y la estrella contra la cara del marido. La cara del marido sangra, como si sus venas no supieran que con ese calor debería evaporarse. La madre les mira desde el dintel, sin gesto alguno.

Desde el salón se ve a los tres religiosos mirando horrorizados a través de la ventana. El marido sigue de rodillas en el suelo y también mira hacia el salón a través del cristal. Ella está colgada del techo, cabeza abajo, sin un solo movimiento. Desde afuera no se ve el charco de sangre que le brota del cuello abierto, pero sí las piernas tan quietas que no dejar lugar a dudas.

Los tres religiosos se abrazan, rezando entre sollozos para que el bebé no fuera un niño.