Están a punto de comer, aunque no huela a comida. No han
hablado en toda la mañana y probablemente sigan en silencio hasta la noche. El
sol cae como un yunque sobre el pasto y el camino. Las tablas de la casa crujen,
intentando hacer respirable el aire. En la cocina, la mujer mira por la ventana
mientras retuerce el tirante de su vestido entre los dedos. Lo hizo ella misma,
de una tela color almendra con flores moradas, diminutas. De espaldas no parece que esté embarazada, aunque
quizá es porque es alta y no por el vestido. Su marido entrará en breve y comerán,
el día estará partido en dos y quedará un poco menos para que acabe el verano. Su
madre baja las escaleras y guarda las escobas. Sin hablar, apagan el fuego
dejando el arroz y las patatas casi crudos, por no aguantar más el chisporroteo. El marido entra por la puerta y el salón se llena de polvo, aunque se
ha sacudido fuera. Se sientan a comer, masticando en silencio. La madre come
estirada para que el cinturón del vestido no le roce. Bajo la tela verdosa
tiene unas llagas que no le enseñará al médico hasta que él no pueda sentirse
mal por no tener ninguna solución para
ofrecer. Ni su hija ni el marido de su hija las han visto, pero si son como las
de su hermano, tardarán aún cuatro o cinco años en vérselas; es una familia de
muertes lentas. Ella se toca la tripa a tensión, parece que sorprendida por una patada, y pregunta por el gato, al que sólo ven de noche.
La madre no le ha visto. El marido sí, tumbado bajo la casa, detrás de los
aperos. Ella comenta que le echa de menos. Vuelven a callarse hasta que la
madre guiña los ojos, mirando por la ventana. A lo lejos, la polvareda crea un
túnel sobre el camino. Parece que viene alguien, a los tres se lo parece. Según
se acercan lo confirman, son ellos otra vez. La madre vuelve a romper el
silencio. “Hay que hacer algo. Hay que hacer algo de una vez.”. Los tres
asienten.
Por el camino el pastor y sus dos ayudantes se crecen al ver
cada vez más cerca la más apartada de las casas. El pastor prende su sonrisa
invencible al ver al marido bajar los escalones de la entrada. Aún está lejos
para verle la cara pero al menos esta vez sí les recibe. Los acompañantes también
jadean triunfales. Ven a la mujer mayor quedarse en el dintel. Franquean
la valla desde el camino y el pastor lanza la mano hacia el marido para
estrecharla con todo el entusiasmo del que dispone. Uno de los acompañantes da
un alarido. El pastor se desencaja y se queda con la mano en el aire, rígido. El
otro acompañante coge una pala tirada en el suelo y la estrella contra la cara del marido. La cara del marido sangra, como si sus venas no supieran que con ese calor debería evaporarse. La madre les mira desde el dintel, sin gesto alguno.
Desde el salón se ve a los tres religiosos mirando
horrorizados a través de la ventana. El marido sigue de rodillas en el
suelo y también mira hacia el salón a través del cristal. Ella está colgada del
techo, cabeza abajo, sin un solo movimiento. Desde afuera no se ve el charco de
sangre que le brota del cuello abierto, pero sí las piernas tan quietas que no
dejar lugar a dudas.