Ahora ya todo encajaba. Las dos piernas. El
brazo suelto, el brazo unido. El cuello y la cabeza por fin rectos. El cierre
casando y los ojos, cerrados, a la altura exacta de la mirilla. Para qué la harán,
pensó. Quizá por dentro sea un falso espejo. Por si el muerto abre los ojos,
que no vea quién falta al funeral. Que se vea a sí mismo en la oscuridad que le
queda. Estaba siendo una mañana desagradable. Había tenido que pedir un hacha a
los de mantenimiento, que le habían llevado una sierra. Va mejor,
dijeron. Cada día los ataúdes más pequeños y los muertos igual de largos que
siempre. Recortes y recortes. Tiempo atrás había venido el servicio de
Mortalidad Preventiva y habían dictaminado que pronto no se podrían
responsabilizar de esos ataúdes. Esta
morgue así no puede funcionar, la precintamos, hasta con lacre si hace falta.
Nos da igual lo que se enfaden los sepultureros. Cuánto tópico sobre los sepultureros.
Por tradición, el sepulturero siempre ha sido residente. Pero ahora hay
sepultureros residentes que a los cuatro años son sepultureros adjuntos. Nadie
entiende nada. En cualquier caso ataúdes minúsculos para los muertos de
siempre. Menos mal que la gente no crece. Imagínate que en los próximos cien
años los niños se pueden nutrir y se ponen a crecer como si no hubiera un
mañana. Los muertos aún más grandes y los ataúdes cada vez más recortados. Y
los preventivistas lacrando morgues y los cadáveres acumulándose. Y los
residentes sin aprender.
sábado, 26 de marzo de 2016
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