Me
preguntó cómo se llamaban mis hermanos y por un momento me hizo
dudar. Me envaré como se hace ante los desconocidos que miden menos
que uno y mordí en su necesidad de saber algo así. Me dijo que
tenía una colección de nombres. Que tenía mil setecientos
cuatrocientos diez nombres. Y necesitaba los nombres de mis hermanos
para seguir apuntalando los ladrillos de su casa a base de trozos de
papel con nombres escritos. Se me puso el pensamiento viscoso y
apenas conseguí cascarme en la garganta un - Pero muchos nombres se
repetirán, ¿no?- que resbaló fuera de mí, impertinente y
miserable. Mantuvo el rostro grave y asintió. Eso no importaba,
porque la colección de nombres era más importante que esas cosas.
Nunca tanto como entonces lamenté no tener hermanos. Allí estaba,
delante de mí, y nada de toda mi historia servía para su misión.
Para sus mil setecientos cuatrocientos diez nombres. Me explicó que
siempre eran y serían mil setecientos cuatrocientos diez, desde que
empezó la colección hasta que no quedaran más. Barboté que mis
hermanos no habían existido y suspiró con la resignación del que
ve catedrales derrumbarse. Le escribí mi propio nombre, que aceptó,
encogiendo los hombros. Bajamos del autobús y se alejó; no le
calculé más de ocho años. Nuestras casas estaban en la misma
calle, la mía de repente mucho más hueca. Sin ladrillos protegidos
por palabras, sin nombres, sin números imposibles. Y sentí, con
franco alivio, que su casa era inexpugnable. Que nadie podía
desbaratar aquello.
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