martes, 31 de diciembre de 2013

Fratría


Me preguntó cómo se llamaban mis hermanos y por un momento me hizo dudar. Me envaré como se hace ante los desconocidos que miden menos que uno y mordí en su necesidad de saber algo así. Me dijo que tenía una colección de nombres. Que tenía mil setecientos cuatrocientos diez nombres. Y necesitaba los nombres de mis hermanos para seguir apuntalando los ladrillos de su casa a base de trozos de papel con nombres escritos. Se me puso el pensamiento viscoso y apenas conseguí cascarme en la garganta un - Pero muchos nombres se repetirán, ¿no?- que resbaló fuera de mí, impertinente y miserable. Mantuvo el rostro grave y asintió. Eso no importaba, porque la colección de nombres era más importante que esas cosas. Nunca tanto como entonces lamenté no tener hermanos. Allí estaba, delante de mí, y nada de toda mi historia servía para su misión. Para sus mil setecientos cuatrocientos diez nombres. Me explicó que siempre eran y serían mil setecientos cuatrocientos diez, desde que empezó la colección hasta que no quedaran más. Barboté que mis hermanos no habían existido y suspiró con la resignación del que ve catedrales derrumbarse. Le escribí mi propio nombre, que aceptó, encogiendo los hombros. Bajamos del autobús y se alejó; no le calculé más de ocho años. Nuestras casas estaban en la misma calle, la mía de repente mucho más hueca. Sin ladrillos protegidos por palabras, sin nombres, sin números imposibles. Y sentí, con franco alivio, que su casa era inexpugnable. Que nadie podía desbaratar aquello.  

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