martes, 27 de marzo de 2012

Clom

El antiobsesivo se desliza por el tubo del suero. -Pásaselo rápido. El enfermero desliza la rueda y el fármaco entra en tromba en la vena crispada de K. Un bolo de clomipramina intravenosa para detener la maquinaria despiad-hada que ruge imparable detrás de su frente. La psiquiatra traga saliva. Algo en la mirada de K anuncia mal pronóstico. El cuadro clínico es muy simple y muy grave; una idea se ha hecho fuerte en su cabeza haciendo girar todo su pensamiento entorno a una imagen, sin control alguno. Una idea obsesiva que acapara y destruye cuanto trata de contenerla. Su cuerpo entero da vueltas a esa imagen, desbordado, y poco a poco está dejando de funcionar. No puede comer ni beber, vomita sin arcadas cuanto cruza su garganta. El habla se le ha desmoronado y sólo articula un leve murmullo; es inaudible pero la psiquiatra sabe bien qué repite, fue la primera en oír su historia cuando aún lo podía contar. La psiquiatra sale al pasillo y se refugia en el despacho médico, rezándole a Lacan porque no entre nadie. Coge una taza y se sirve café. Cuando va a llevárselo a la boca un fogonazo la detiene. Por un segundo cree ver en el fondo de la taza aquello que perturba a K. Tira el café por el sumidero sin beberlo y contiene las náuseas. Ahora sí, que no entre nadie.
Hace unas semanas K era normal. Hojeaba informes de autopsia antiguos en la biblioteca de la facultad, encargo del departamento, cuando lo leyó. Era la autopsia de un crimen múltiple que inundó los telediarios en su día, plagada de elementos perturbadores enumerados de forma gris, como en todos los informes de autopsia. Puro tecnicismo gris marengo, salvo aquello. Lo lee y un horror mudo se asienta en sus tripas y asciende poco a poco hasta anegarle los pulmones.
A los cadáveres mutilados les han arrancado las cabelleras de modo que los forenses, rutinariamente, les limpian el barro, las cepillan y asignan a cada cabeza; protocolo habitual. Pero en la melena que ha de corresponder a una de las chicas hay entreverada otra distinta, que no corresponde a ninguna de las víctimas. Algo se rompe dentro de K y los sentidos se le desencuadernan. Sus dedos pueden palpar esa cabellera de nadie, mojada y enredada, mientras alcanza a oler una intensa podredumbre. Casi escucha junto a su oído un chirrido, como si los mechones se escurrieran al tirar de ellos. Siente en la boca la textura del pelo enmarañado pegándosele a lengua y paladar. Y a partir de entonces toda la realidad cambia, como si las paredes y los suelos apenas pudieran sujetar una maraña infame y podrida que habita detrás de todo cuanto existe, aguardando a ser vista. El pavor le inunda. En su mente un atisbo de sensatez trata de decirse que es sólo pelo mojado, desagradable e inofensivo, que esto que le pasa no tiene sentido, que no es verdad, pero es arrollado por esa masa informe empapada que atranca el sumidero por el que debe eliminarse la locura.
La psiquiatra abre los ojos despacio, mirando con cuidado, comprobando que todo sigue igual. No se atreve a mirar la taza y sale de la planta farfullando alguna excusa menos ridícula de como se siente.