Se conocieron en un bar (o una feria de
ganado, un desembarco de galeones, el final de la cosecha). Se
enamoraron al instante y él, todo púlsar, propuso ir a su casa (o a
un establo, a un callejón del puerto, a una era). Ella negó con la
cabeza, bregando contra todas sus cadenas. “No estoy depilada”,
dijo, “hoy no puede ser”. Ambos partían al día siguiente (a la
vuelta de sus erasmus, a genocidar continentes, a la guerra contra
los bárbaros). “No me importa, te lo juro” dijo él. Lo creía.
“Sí te importará y además me importa a mí” contestó ella, “mis cadenas están dentro del cráneo y miden su tiempo en
Tierras”. “Te juro que no me importa, déjame demostrártelo”.
“No. No puede ser”. “Qué puedo hacer para convencerte”. Ella
rió mientras se daba la vuelta, “abole el patriarcado”. Él se
fue del bar a lomos de un caballo blanco con toda su hombría
decidida a matar al dragón-nombre-del-padre, que le daba de comer,
de pensar y desear. Recorrió discursos y naciones hasta entender que
patriarcado vertebra a todos y no se le derrota a lomos de un
caballo. Se volvió antiespecista. Deconstruyó su género y sus
pulsiones y se arrodilló ante sororidades renegando de su estirpe. Comprendió el consentimiento y se arrancó un diente por cada vez que lo segó. Deambuló durante años desdentado, sin recordar el origen de su misión. Pasaron años y volvieron a encontrarse. Por puro azar, pues no
encontró el camino de vuelta a la torre. Se había disuelto, como se
habían derretido las constelaciones que le guiaron. No podía,
quería o sabía ser el caballero que matara a un lagarto demonizado; había erradicado el recuerdo de cada padre y no tenía anhelo alguno
de imponer su deseo a una igual. Se miraron frente a frente. Para él
ella ya no era su materia oscura, su mochila parlante de Fedro, su
Edward Mordake, su bloque socialista cebando sus propios derechos
sociales. Ahora de verdad no importaba el pelo de nadie salvo el que
sirviera de mecha de los molo-tónic-ov. Pero reparó a la vez que
nosotros en que se había perdido lo interesante. Mientras
rastreábamos bostas de caballo blanco a la zaga del enésimo héroe
ella había puesto a girar los eslabones internos que la sujetaban y había
transformado la física de los lenguajes. Sin moverse, o quizá sí (nos lo hemos perdido) había vuelto y era naciones. Mientras los demás iniciaban la deconstrucción que en diez generaciones acabaría con el patriarcado ella lo había deflagrado y defecado sobre sus cenizas. En aquel
segundo bar (o cadalso, o trinchera, o sesión de investidura) caminó
sobre los restos del pazguato sin recordar aquella tarde. Áltera,
como sólo podemos verla los esclavos. Demasiado lejana como para
seguirla. Indistinguible de un fenómeno atmosférico.
miércoles, 3 de agosto de 2016
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